Rincones y relatos: Dublín continúa.

Dublín no se deja narrar de una sola vez. Es una ciudad que pide capítulos, no resúmenes; te toma de la mano y te obliga a seguir paseando incluso cuando crees que ya has visto lo esencial. Por eso este segundo post continúa el hilo del primero: más paseos, más descubrimientos y esa luz otoñal que todavía parece acompañarme.

Mi mañana continúa en Be Sweet Café, un lugar pequeño y acogedor que me llama la atención por su decoración a lo pavo real. Entro a tomar un chocolate y un pastel vegano: mucho dorado, muchas plumas, mucha fantasía. Allí sentada pienso en lo agradecida que me siento por todas esas personas que crean lugares así para que el resto podamos refugiarnos un rato del mundo.

Desde allí me lanzo a George Street Arcade, un mercado cubierto con aire victoriano donde conviven tiendas de artesanía, puestos vintage y pequeños cafés que parecen sacados de otra época. Dublín tiene ese encanto de lo antiguo que nunca caduca.

A pocos pasos aparece el Dublin Castle, una mezcla curiosa de estilos y siglos que ha sido testigo de buena parte de la historia del país. La verdadera joya, sin embargo, se encuentra justo detrás: la Chester Beatty Library, una antigua biblioteca convertida en museo que guarda manuscritos artísticos y religiosos de medio mundo. Es uno de esos lugares silenciosos que detienen el tiempo, donde las miniaturas brillan como si acabaran de ser pintadas y su jardín atrae a quien busca la paz.

De vuelta a las calles, me topo con Love Lane, un pasaje lleno de colores, azulejos y frases románticas que parece hecho para sonreír sin motivo. Muy cerca, la zona de Temple Bar despliega toda su energía: turistas, música, pubs y el famoso The Temple Bar, decorado de Navidad todo el año, como si la ciudad se negara a guardar la magia en una caja.

La música en los pubs irlandeses como el Temple o el O’Donoghue’s es simplemente fabulosa: nadie es inmune a ella. En cuanto empiezan a sonar los violines, las guitarras o esas voces que parecen contar historias antiguas, el ambiente cambia. Los músicos interactúan con el público como si fueran viejos amigos: se ríen, improvisan, piden palmas, y las letras —a veces melancólicas, a veces divertidísimas— lo envuelven todo.
La diversión es de verdad, de la que se contagia sin pedir permiso.

Sigo paseando entre luces, risas y canciones hasta llegar a The Quays Pub, con su fachada verde y dorada, tan irlandesa que parece una postal. Cruzo el Ha’penny Bridge, blanco y delicado, uno de esos puentes que te obligan a parar y mirar. Desde allí fotografío el río Liffey, que refleja la ciudad como un espejo en movimiento, y le mando la imagen a mi amigo Frank, que es irlandés: “¿Seguro que no me he equivocado de país?” juzgad vosotros viendo los cielos de esta foto.

Mi última parada librera del día es The Winding Stair Bookshop, una librería estrecha y encantadora junto al río, perfecta para perderse entre estantes y descubrir libros que te encuentran antes de que tú los busques, sobre todo si tiene una portada preciosa (como el que me llevé)

Desde allí sigo hacia una de las dos catedrales de la ciudad, la Christ Church Cathedral, imponente y solemne. Un poco más adelante me espera St. Patrick’s Cathedral, rodeada de jardines. Ambas envuelven con esa mezcla de historia y silencio que solo las grandes catedrales pueden ofrecer.

Y, como si la ciudad quisiera poner a prueba mi amor por ella, llega la parte más dublinesa del viaje: un aguacero épico. El tipo de lluvia que no perdona y que me acompañó, zapatos empapados incluidos, en mi visita a Kilmainham Gaol, la antigua cárcel convertida en museo donde se siente el peso de la historia reciente de Irlanda. Allí aprendí las historias del Levantamiento de Pascua y el destino de sus líderes. Caminé por sus pasillos fríos y sus celdas silenciosas, y me detuve ante la virgen pintada en una de las paredes por uno de los reclusos.

 

Dublín, incluso bajo la lluvia, sigue siendo pura poesía.

Nota literaria

James Joyce es, sin duda, otro de los dublineses más universales. Su paso por el París de los años veinte —donde Sylvia Beach, la legendaria librera de Shakespeare & Co., se atrevió a publicar su monumental Ulises— lo elevó al canon literario.

Pero hoy no quiero hablarte de esa obra colosal, sino de otra que me abrió una ventana íntima y melancólica a la vida cotidiana de esta ciudad: Dublineses.

Dublineses es una colección de quince relatos que retratan, con una mirada aguda y profundamente humana, la Dublín de principios del siglo XX. Joyce captura las rutinas, las frustraciones, los pequeños anhelos y los silencios de sus personajes con una precisión que conmueve. Sus historias son como calles estrechas por las que una camina despacio, observando cada detalle: una conversación al caer la tarde, una fiesta que revela más de lo que muestra, un regreso a casa bajo la lluvia.

Mientras recorro la ciudad, siento que muchas de esas escenas siguen latiendo entre sus edificios, en los pubs llenos de voces, en las fachadas de ladrillo rojo y en esa mezcla de humor, nostalgia y calidez tan dublinesa.
Por eso Dublineses es el libro que acompaña esta segunda parte del viaje: porque entender a Joyce es, de algún modo, entender también a Dublín.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Suscríbete

Mis viajes alrededor del mundo siempre acompañados de un buen libro. My travels around the world always accompanied by a good book.