Florencia entre cafés, arte y palabras.

Florencia también se saborea desde sus cafés históricos, verdaderos salones de la memoria. El Caffè Gilli, abierto en 1733, o el Caffè Concerto Paszkowski son lugares donde el tiempo parece detenerse. No hace falta pedir un café para disfrutarlos: basta con entrar, dejarse envolver por sus lámparas, espejos y techos altos, y contemplar cómo la ciudad sigue latiendo a través de sus ventanales. Son rincones que cuentan historias de tertulias, artistas y paseantes de otras épocas, y que hoy siguen siendo perfectos para hacer una pausa en medio del bullicio florentino.

De allí me dejé llevar hasta la Piazza della Signoria, un auténtico museo al aire libre. El pórtico de la Loggia dei Lanzi está lleno de esculturas que cuentan historias de mármol. Frente al Palazzo Vecchio, la plaza late con fuerza. Entre turistas y locales, me llamó la atención una estatua dorada, con un móvil en la mano; si no fuera por su altura podría haber pasado por cualquiera de nosotros. 

Más adelante, contemplé el David, aunque conviene recordar que la estatua en la plaza es una copia; la original se encuentra protegida en la Galleria dell’Accademia.

Muy cerca, en la librería-cinema Giunti Odeon, un viejo cine convertido en librería, la magia de la pantalla convive con los libros. Allí aún se proyectan películas antiguas frente a un par de filas de sillones desgastados, para los románticos que buscan la unión perfecta entre cine y literatura.

A pocos pasos, la Loggia del Mercato se ha convertido en un lugar donde comprar souvenirs y tocar al famoso Porcellino para llevarse un pedacito de suerte florentina. 

El paseo continuó en otro café emblemático: el Rivoire, con sus techos abovedados y dorados, sillones rosas y suelos de mármol. Cada rincón es arte. Y como si la ciudad no tuviera suficiente belleza, me esperaba la Galleria degli Uffizi, donde cada sala es un viaje a través del Renacimiento. Entre tantas obras, detenerse frente a La Primavera es sentir que el tiempo se detiene.

El río Arno brillaba verde y tranquilo bajo el sol cuando crucé el Ponte Vecchio, ese puente tan fotografiado y aún así sorprendente en persona. A este lado del río se encuentra la librería que da nombre al libro que me la dió a conocer, La pequeña farmacia literaria.  

Desde allí me dirigí al Piazzale Michelangelo, subiendo escaleras hasta la colina que regala una de las mejores vistas de Florencia. Bajando, encontré el Jardín de las Rosas, donde improvisé un pequeño picnic. Confieso que encontrar opciones veganas no es fácil en la tierra de la bistecca fiorentina, pero bajo las rosas y con las vistas a la ciudad, todo supo mejor.

Seguía caminando y me encontré con placas con versos de Dante, que parecían acompañarme en cada esquina. Llegué a la Porta Romana y desde allí entré en los jardines Bardini, un tesoro escondido con sus terrazas llenas de vistas. Poco después, el camino me llevó al Forte di Belvedere y finalmente a los Giardini di Boboli, situados detrás del Palazzo Pitti. Son un museo al aire libre, con estatuas, lagos y cuevas artificiales. Al llegar al palacio, me encontré con una exposición de mosaicos donde el azul parecía vibrar. Desde el gran patio, las fuentes y la vista de los tejados florentinos con el Duomo recortando el horizonte hicieron que me quedara sin palabras.

Tras tanto caminar, apareció una sorpresa: la librería Todo Modo. Desde fuera parecía pequeña, pero dentro descubrí un pasillo que llevaba a una cafetería y una sala de lectura. Fue amor a primera vista. Poco sabía yo que se convertiría en mi segunda casa florentina: un lugar donde me reconocen, donde me esperan un té caliente, conversaciones con amigos y un rincón tranquilo para leer.

Un nuevo día me llevó al Palazzo Medici Riccardi, descubrí dos joyas: la pequeña y bellísima Capilla de los Magos, como una Capilla Sixtina en miniatura, y la espectacular Sala de los Espejos, que parece multiplicar la luz y la historia en cada rincón.

Pero, ¿quién es el protagonista absoluto de Florencia? Sin duda, el David de Michelangelo. Intenté verlo por la mañana en la Galleria dell’Accademia, pero las entradas estaban agotadas. No me rendí: cuando hablé con el personal del museo en italiano, dejaron de tratarme como a una turista y me mostraron cómo conseguir la entrada. Más tarde regresé y finalmente lo tuve delante de mí. Majestuoso, perfecto, casi irreal. No hay foto que pueda transmitir lo que se siente al mirarlo cara a cara.

En Todo Modo conocí a Lorena y a Maria Elena, una mexicana y una florentina que compartieron conmigo no solo una tarde, sino también mi última noche en la ciudad. Cenamos juntas en un pequeño local vegano que encontramos cerca de la librería —¡todo un hallazgo en Florencia!— y después dimos un paseo hasta Santa Croce, poniendo la guinda perfecta a mi visita a esta ciudad. ¡Gracias, chicas!

Nota literaria

En este paseo literario por Florencia no podía faltar un clásico menos monumental y más cotidiano: Las muchachas de San Frediano, de Vasco Pratolini. Una novela que retrata la vida de un barrio popular en la Florencia de posguerra, con sus amores, enredos y personajes llenos de vida. Frente a los genios que hicieron de la ciudad una capital del arte, Pratolini nos recuerda que Florencia también está hecha de historias pequeñas, de vecinos, de plazas y de vidas que laten entre sus calles.

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